Luis II de Baviera

¿Qué hacía de Luis II de Baviera un excéntrico?, ¿su afición a construir palacios?, ¿su desinterés por el mundo?, ¿su amor por la ópera de Wagner?, ¿su ingenuidad sexual?, ¿la locura que lo fue relegando a la soledad más profunda?

Luis II (1845-1886), Rey de Baviera, fue un niño algo extraño y muy solitario. A su madre, la princesa María de Prusia, se le hacía muy extraño que pasara tanto tiempo solo, dedicado a construir castillos de juguete; o que se disfrazara de monja. Tal vez, tenía algo de miedo, porque desde hacía muchos siglos se decía que esta dinastía era proclive a la melancolía y la locura. Pero, por otra parte, esta familia de aristócratas se caracterizaba por su sensibilidad artística. Nos figuramos que la princesa temía que su hijo pudiera heredar lo peor de sus antepasados. ¿Luis II de Baviera estaba destinado a la locura y a la tristeza? Desafortunadamente, sí.

Nos imaginamos la infancia de este futuro rey llena de disciplina y de horas de estudio con sus preceptores. Asimismo, nos imaginamos que entre Luis y su hermano Otto nació una intimidad muy fuerte, porque juntos leían poesía y escuchaban leyendas muy antiguas del reino de Baviera. Seguramente fueron jóvenes muy melancólicos, de una mirada muy bella, pero muy triste. Desde que era pequeño, Luis descubrió lo que sería el amor de toda su vida: la música. Sí, estoy segura que nada le gustaba más que escuchar buena música. Dicen que Luis estaba enteradísimo de todo lo que acontecía en el ambiente musical alemán. De ahí que la vez que leyó que la Ópera Real presentaría Tannhäuser, de Richard Wagner, pidió permiso a su padre, Maximiliano II de Baviera, para ir a escucharla. Una vez en el concierto, se maravilló, quería morir de emoción y felicidad, deseaba que su alma dejara su cuerpo y que volara por entre las notas de la música de Wagner.

Antes de ese día, nada lo había emocionado tanto, nada le había despertado su espíritu a ese grado. Dicen que esa noche, Luis se dijo: “Nadie conoce como yo los secretos de esta música, pero, sobre todo, estoy seguro de que Wagner es la única persona que de verdad me entiende”. A partir de entonces, siempre fue fiel al arte de Wagner, al grado que le ofreció todo lo que necesitara para componer. Cada vez que el compositor le pedía dinero al rey, éste respondía simplemente: “¡Sí!”. Era tanto lo que Luis II llegó a gastar en Wagner que su corte se alarmó. “¿Será posible?”, se decían asustadísimos sus administradores, “el rey incluso construyó una cueva artificial para que Wagner pueda hacer una representación de Tannhäuser?”. Cuando murió Wagner, en 1883, llegaron a su velorio miles de flores, pero, sobre su ataúd, sólo se pusieron las enviadas por Luis II.

A los 18 años, este joven ya medía 1.90 de estatura y era muy apuesto. Lo único que no le gustaba de su aspecto eran sus orejas, porque estaban un poquito separadas, así que comenzó a usar sus rizos largos para disimularlas. Desafortunadamente, con esa belleza, también llegó la locura. Luis comenzó a escuchar voces en su cabeza, de ahí que siempre estuviera un poco ausente y con la mirada perdida.

Su familia comenzó a preocuparse por su futuro. Era evidente que las mujeres no le atraían en lo absoluto. Así que decidieron que su prima Sofía de Baviera fuera su novia. El día de su primera cita, sus padres le dijeron: “Vete en caballo al castillo de tu prima. Sólo vas a ir acompañado de nuestro domador, Ricardo Hornig”. ¿Quién iba a decir que nunca llegaría a la cita, pues en ese paseo comenzaría su romance precisamente con Ricardo, su domador de caballos? Desde entonces, Ricardo fue su gran amor, el que lo despertaba con un beso todas las mañanas y el que lo acompañó por muchos años. Curiosamente, Luis II le toleró a su amado que lo engañara con sus vasallos y otros nobles. Dicen que estaba dispuesto a soportar todo con tal de tenerlo a su lado.

Obsesivo como era, el rey quiso evadirse del mundo, pero de una forma tan extraña que sus vasallos pensaban que definitivamente había enloquecido. Sí, este rey de espíritu tan exquisito decidió dedicarse a hacer palacios. Entre más extravagantes y grandes, más feliz lo hacían. Mandó hacer el castillo de Neuschwanstein, el de Linderhof y el de Herrenchiemsee. Todos son fastuosos y todos horrorizaron a la corte por su costo. El segundo de estos castillos, el de Linderhof, es el más conocido, por sus jardines, su salón de espejos y porque la primera iluminación eléctrica en Alemania fue para su cascada.

Pero lo más excéntrico de este castillo es la mesa del comedor, diseñada para descender desde el comedor hasta la cocina, y luego de vuelta con todos los platos y los vasos servidos. De esta manera, el rey evitaba tener contacto con otras personas. Es imposible no fascinarse con estos palacios. Sin duda, era inevitable que Walt Disney se basara en ellos para sus películas de princesas, en especial en Cenicienta. Aunque Disney no puso en sus películas todas las extravagancias de este Rey, como su dormitorio, que estaba decorado por estrellas eléctricas que se prendían en la noche para que las pudiera ver antes de dormir.

Luis II se volvió un misántropo, adquirió el aspecto de un fantasma, al grado de que era un espectáculo tan grotesco verlo pasar, que los padres quitaban a sus hijos de las ventanas y les decían: “Hijo, no hagas caso, sólo era una sombra”. Finalmente, un día, incapacitado por su familia para gobernar y declarado loco, decidió caminar dentro de uno de sus lagos. Su médico personal intentó sacarlo, pero ambos forcejearon y se hundieron bajo las aguas. Con apenas 41 años, el “Rey Loco” tenía el cansancio de alguien que hubiera vivido muchas, muchas generaciones.

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