Vicente CUE
El Ballet de la Ópera de Múnich II, dirigido por Ivan Liska, es un grupo juvenil que la Compañía Estatal de Baviera formó para dar oportunidad a los estudiantes de su escuela. Por primera vez visitan nuestra capital, y lo hacen con dos artistas invitados, Lucía Lacarra y su esposo, Marlon Dino. Ella es una de las bailarinas españolas más importantes de la escena internacional, no de la de España, puesto que aquí no hay ballet. Posee la figura ideal para el ballet clásico y se distingue principalmente por su línea y plástica. Las dos piezas que interpretó se ajustan perfectamente a sus cualidades técnicas. En ambas su cuerpo está casi constantemente sostenido por Dino para que ella despliegue su delicado lirismo. La primera intervención de la española fue en el famoso adagio del segundo acto de “El lago de los cisnes” (1895). Los movimientos de Lacarra inundan de encanto y belleza este poema coreográfico de Ivanov. Impacta visualmente acentuando y adornando cada pose con sus extensiones, “cambrés” y largos brazos.
Los dos invitados también bailaron “Tres preludios” (1969), de Ben Stevenson, inspirada en la música de Rachmaninov. La composición se centra en una pareja que se enamora mientras trabaja en un estudio de danza. El primer movimiento es reflexivo, y lo preside una barra de ejercicios. En los otros dos preludios, ya con el escenario vacío, el dúo se engrana en un sensual “pas de deux” que termina de forma vivaz. Lucía, con su precisión y flexibilidad, sabe penetrar en la esencia de la obra y sacarle buen partido a una austera y sencilla coreografía. Para ella fueron los mayores aplausos y bravos de la noche.
El resto del programa tuvo otro cariz. “Allegro brillante” (1956), una de las típicas creaciones de Balanchine, es una visualización de la música mediante la danza. Muestra la estética del clásico con la vivacidad balanchiniana. Hay remansos y, sobre todo, rápidos vertiginosos con cambios de dirección al ritmo veloz de la intrincada claridad del inconcluso tercer concierto para piano y orquesta de Tchaikovsky. Es una coreografía muy exigente que el grupo muniqués, todavía muy verde, no domina. Empezando por la pareja protagonista, con una estética física totalmente contraria al ideal del cuerpo que precisaba Balanchine. Ella, Nagisa Hatano, pasó apuros en muchas secuencias y sus compañeros del conjunto lo interpretaron sin estilo ni rigor. Cerró la primera parte “Concertante” (1994), de Hans van Manen, inspirado en la música de Frank Martin. Cuatro bailarines y cuatro bailarinas vestidos con mallas de rayas verticales tienen intensos encuentros. Es una realización gesticulante que celebra el rigor rítmico de la partitura. En “Intuition blast” (1998) dos hombres vestidos con pantalón, camisa y corbata parodian fragmentos de “El lago de los cisnes”. Una travesura sin pena ni gloria de Ralf Jaroschinski, pero que el público acogió con regocijo.
Cerró la función “Jardí tancat” (1983), de Nacho Duato, con canciones de María del Mar Bonet. Un trabajo que no resiste bien el paso del tiempo. Expresa la dureza de las faenas de la tierra y el mar. Coreografía recargada que otorga protagonismo al gesto con brazos, manos y torsos.
Según lo visto en esta joven agrupación de Múnich, no destacó ningún miembro con sobresaliente. Aunque aclaro que el hecho de ser joven no tiene ningún demérito. Muy al contrario, cuando se tiene talento, la primera juventud en ballet no se puede desperdiciar, es una de las etapas más gozosas y fructíferas. Hoy algunos de los mejores bailarines del mundo tienen veintitrés años o menos, incluyendo a un español que aquí es un desconocido y cuando sale al extranjero es una gran estrella.