La crisis de los migrantes resucita los traumas de 1945

“Fue hace 70 años, me extraña que todavía me haga saltar las lágrimas”. Barbara Keller, de 77 años, huyó de la región de los Sudetes rumbo a Baviera en 1945, un trauma que resurge con la llegada de refugiados a Alemania.

Me veo de nuevo como refugiada, sin nada, sólo una bolsa“, cuenta esta mujer de ojos azules. Y eso que las imágenes de trenes de refugiados que llegaron a Múnich en agosto bajo los aplausos la hicieron “feliz”. “Feliz de que estén en libertad”.

“Debemos protegerlos, darles algo”, considera Barbara Keller, quien atribuye la generosidad del pueblo alemán al hecho de que “ellos han vivido lo mismo”. Su voz se entrecorta.

Su huida comenzó a finales de julio o comienzos de agosto de 1945, no recuerda exactamente cuándo. Llevaba un abrigo puesto y una muñeca. Su hermano, dos años más joven, un oso de peluche, nada más. El peluche se perdió al intentar subirse a un tren en marcha.

Barbara Keller nació en agosto de 1938 y creció en Reichenberg (Liberec en República Checa), al norte de Praga. Formó parte de esta minoría germanófona de las regiones fronterizas de Checoslovaquia, conocida antaño como los Sudetes y anexionada por los nazis, de las que tres millones de personas fueron expulsadas después de la derrota alemana.

Vagones de ganado

Las andanzas, que una niña de 7 años no comprende, comenzaron con varias semanas en un campamento, antes de que su madre decidiera huir a la vecina Baviera. Cientos de kilómetros recorridos a pie y en vagones de ganado.

“Nos dirigíamos a la frontera y los soldados rusos nos enviaban de vuelta. Mi madre tenía todos los documentos y los sellos posibles, pero nos decían que no valían”, recuerda Barbara Keller. Sus manos se agitan, los dedos tamborilean, las lágrimas corren por sus mejillas.

Hasta que llegaron a una aldea, donde un granjero les indicó un paso hasta la frontera. Casi una noche entera cruzando un prado y un bosque. “Al amanecer, vi una tienda de campaña y la bandera estadounidense. (…) Era el 14 de octubre de 1945”, un día festejado después cada año.

El objetivo era la ciudad de Ratisbona, lugar de cita designado por su tío en caso de problema. Barbara Keller no llegó a ella al ser hospitalizada por una sospecha de difteria.

En aquel entonces, los refugiados ya dormían en camas alineadas en gimnasios. Como hoy, se buscaba refugio a la desesperada.

Su madre consiguió un trabajo de maestra con una vivienda en el colegio e hizo lo necesario para traer a los abuelos. “Nos sentíamos bien por primera vez, volvíamos a estar entre cuatro paredes, aunque estuviera vacío”, recuerda.

Barbara Keller reconoce que para ella fue más fácil que para los cientos de miles de refugiados que huyen de la guerra o la represión en Siria, Irak o Eritrea. Conocía el idioma, y compartía la cultura y la religión. Pero el traumatismo de la huida es el mismo.

Para ella entrar en contacto con los recién llegados es un paso difícil. “No sé cómo reaccionaría. No quiero asustarlos si me echo a llorar”, explica esta mujer, que por ahora se contenta con donar ropa y otros objetos y se pregunta si debe prestarse como voluntaria. “No sé si lo aguantaría”.

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