Miguel Jurado*
Dicen que mi bisabuelo era frentista y eso hacía una gran diferencia con un albañil común y corriente. El sólo se dedicaba a las fachadas.
Mi abuela, que lo conoció bien, decía que era un artista de la cuchara y el “fratacho”. “Hacía molduras, hojas de árboles, flores y hasta caras de angelitos en los frentes de las casas”, me contaba. Pero la máxima hazaña de mi bisabuelo era haber inventado un revoque que parecía piedra. “Por eso, tenía tanto trabajo”, remataba orgullosa su hija.
Con esa historia a cuestas, desde chico sentí que era bisnieto de Leonardo Da Vinci y que cada edifico afrancesado tenía una deuda con mi familia.
Tardé décadas en saber que las molduras, flores y angelitos que Don Agustín Schenini esparcía en los frentes, allá por el 1900, se vendían en los corralones, y él sólo tenía que pegarlos. Pero lo peor fue enterarme que el revoque que ”inventó” existía desde casi sesenta años antes y se llamaba símil piedra. Se me cayó un ídolo.
Escarbando un poco supe que a ese revoque tan especial lo trajeron los italianos a la Argentina en la década del 80. Pensé: “Por ese lado, algo me toca”.
Me quedó claro que el símil piedra no era tan argentino como creía mi abuela. Lo que pasa que acá se hizo popular y hasta llegó a revestir los frentes de las casas chorizo de los barrios. Y fue tan buen revestimiento que los primeros edificios modernos, como el Kavanagh, también lo usaron.
El revoque que emula a la piedra se utilizó mucho en grandes edificios como el Colegio Nacional de Buenos Aires (1909), la Estación Constitución (1925) o el Palacio San Martín (1905).
En un momento, era una solución tan difundida que toda Buenos Aires tenía ese color arena que es clásico de la piedra parís original. Hoy suena como una pavada, pero si te fijás bien, todos los edificios de fines del siglo XIX y principios de XX parecen de piedra y no lo son. Y en esa época, todo se copiaba de Francia y aquí, las cosas tenían que parecer más europeas que las europeas.
En Europa, era común que los palacios, los teatros, las óperas y las iglesias se hicieran de piedra. Pero en Buenos Aires no había de dónde sacar piedra. Habrá sido entonces que algún italiano vivo vio la veta y se puso a mezclar cemento, cal, arena y algunas piedras molidas hasta que sacó un revoque bastante parecido a la piedra parís.
Con ánimo reivindicatorio, me puse a investigar el origen del símil piedra a ver si, por lo menos, se había inventado en el pueblo lombardo de mi bisabuelo. Pero no. Descubrí que la idea de imitar la piedra se remonta a tiempos romanos. Aunque el símil piedra como lo conocemos hoy recién estuvo listo a mitad del siglo XIX, después de que se creó el cemento portland y se pudieron hacer revoques más duros.
Ahora es común que un frente de piedra parís se pinte de colores brillantes y eso, realmente, es una animalada. Primero, ese tipo de revoque permite que la pared “respire”, sí que respire, que deje entrar y salir el vapor que hay en el aire.
Por otra parte, el símil piedra es un rareza arqueológica que se tendría que mantener y recuperar, como si fuera una obra de arte. Lo cierto es que mi investigación hacía cada vez más inverosímil aquel cuento de Don Agustín.
Un día me tropecé con un informe de la doctora en ingeniería civil y arquitectura Claudia Calabria, del Politécnico de Bari. La catedrática italiana afirmaba que en 1845, el arquitecto bávaro Luigi Steiermann inventó una mezcla de dureza extraordinaria, a la que se le podía dar cualquier forma y a la que llamó piedra artificial. Y hasta el rey de Baviera lo condecoró por el hallazgo. ¡Zas! La historia de mi bisabuelo se cayó en mil pedacitos, como un revoque mal hecho.
*Editor Adjunto ARQ