BERLÍN, 12 de octubre.– En la noche del 4 de septiembre pasado, Angela Merkel tomó, quizás, la decisión más dramática y crucial en los diez años que lleva al frente del gobierno germano y que la convirtió en una inédita líder moral del continente: dejó sin efecto las rígidas reglamentaciones europeas respecto al derecho de asilo y permitió que decenas de miles de refugiados atrapados en Budapest pudieran viajar a la “tierra prometida”.
La medida la convirtió en una seria aspirante para obtener el Premio Nobel de la Paz.
Pero el viernes pasado, en lugar de recibir una llamada telefónica desde Oslo que la podría haber catapultado a la gloria, se convirtió en la principal víctima de su propio altruismo al darse cuenta que su dramática decisión ha terminado por provocar una crisis política sin precedentes en Alemania, que ahora hace temer por su futuro.
El viernes, Merkel se enteró de que la mayoría de sus compatriotas rechaza su política de asilo y que los líderes de dos de los tres partidos que forman la coalición de gobierno le hicieron una poderosa llamada de atención.
El vicecanciller Sigmar Gabriel y el ministro de Asuntos Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, ambos militantes del Partido Socialdemócrata (SPD, por sus siglas en alemán), pidieron un límite a la llegada de los refugiados con un argumento categórico. “No podemos recibir e integrar cada año a un millón o más de refugiados. El problema de los refugiados amenaza con desgarrar a nuestra sociedad”, señalaron los dos políticos socialdemócratas.
Las tensiones en el seno del gobierno se agravaron ese mismo día cuando Horst Seehofer, el poderoso jefe del gobierno regional de Baviera y presidente la Unión Social Cristiana (CSU), amenazó con llevar a la canciller ante el Tribunal Constitucional, la máxima instancia jurídica del país, si no adoptaba medidas urgentes para detener el flujo de inmigrantes.
“Alemania y Baviera han alcanzado los límites de su capacidad”, señaló Seehofer después de sostener una reunión de urgencia con su gabinete regional.
“El Estado y las comunidades locales han estado trabajando hasta el límite de sus posibilidades. Por lo tanto, necesitamos medidas eficaces para limitar inmediatamente la migración”, preció Seehofer. No fue todo, el líder bávaro advirtió que su gobierno aplicaría el principio de autodefensa y no vacilaría en adoptar medidas extraordinarias, como devolver a los refugiados en autobuses a Austria o al país europeo por donde entraron al viejo continente.
En poco más de un mes, Merkel, que ya había sido bautizada por el influyente semanario Der Spiegel como una moderna “Madre Teresa de los Refugiados”, y que gozaba del raro honor de ser una política imposible de derrotar en las urnas, está ahora en la mira de sus principales aliados políticos, que temen que la llegada de cientos de miles de refugiados al país pueda revivir el siempre latente fantasma de la xenofobia y darle alas a partidos y movimientos de ultraderecha, como el partido Alianza para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán) y al islamófobo Pegida, que nació en Dresde.
Los temores de Gabriel, Steinmeier y Seehofer tienen raíces profundas y están avalados por los números, que son dramáticos. En el pasado mes de septiembre llegaron al país más de 200 mil refugiados y, si los pronósticos oficiales resultan ciertos, Alemania puede acoger hasta fines del año a más de 1.5 millones de personas, una cifra equivalente a la población de Múnich.
La invasión de refugiados ha colapsado totalmente a los funcionarios encargados de iniciar un largo y tedioso proceso de registro y decenas de pequeñas ciudades ya no cuentan con viviendas para recibir a los peticionarios de asilo, una realidad que se puede agravar con la llegada del invierno.
La falta de viviendas obligó a las autoridades de la ciudad-Estado de Hamburgo a requisar edificios vacíos, una medida que no está protegida por las leyes y Berlin, Bremen y otras ciudades estudian adoptar una medida similar.
Peor aun, en los ya saturados centros de acogida han comenzado a producirse peligrosas escaramuzas entre los refugiados de diferentes culturas y religiones, una situación que tiene en estado de alerta a las autoridades, temerosas de que la violencia entre los grupos étnicos pueda generar una tragedia.
Aunque la sociedad alemana, en el año 25 de la unificación, se ha vuelto más tolerante de lo que era a comienzos de la década de los 90 y la situación económica es mucho más favorable de lo que era hace 25 años, la presencia masiva de refugiados la ha vuelto nerviosa.
Una encuesta de la segunda cadena pública de televisión ZDF reveló el viernes que 51% de los alemanes señalan tener miedo a la afluencia de refugiados, 13 puntos más que en el mes de septiembre.
Angela Merkel parece inmune a las críticas, a las encuestas y a los comentarios de la prensa germana, que ya han comenzado a insinuar que su vida útil como canciller habría llegado a su fin. El miércoles pasado, la canciller se dejó entrevistar por una famosa periodista de la primera cadena de televisión, ARD, y volvió a repetir que el país no puede cerrar sus fronteras y que seguirá recibiendo refugiados.
“Si no queremos que Alemania se nos vaya de las manos, tenemos que dirigir y controlar la inmigración”, le respondió el líder bávaro, que hasta hace un mes, era el más fiel aliado de la canciller y que ahora no deja pasar un minuto para atacar a Merkel, una actitud que puede acabar con la armonía del gobierno de gran coalición cuando aún faltan dos años para el fin de la actual legislatura.
“Los refugiados definirán el destino de Merkel”, sentenció el periódico Süddeutsche Zeitung, al hacerse eco del aire enrarecido y venenoso que se respira en Berlín.
“Seehofer quiere cambiar el curso de la política de asilo de la canciller y como Merkel ha dado claras señales de que no está dispuesta a hacerlo, él juega con la idea de alejarse de la canciller”.